Ella adivinó que estaba a punto de decirle que la aventura ya había empezado y no soportó oírlo. No le hacía falta. Lo veía.

El argumento nos cuenta la aparentemente apacible vida de una juez, Fiona Maye, encargada de los casos en los que están implicados menores y esposa de un reputado profesor universitario. De pronto ve como su mundo se tambalea cuando su marido le pide permiso para tener una joven amante alumna suya. En plena crisis matrimonial debe resolver un caso en el que un menor, Adam, testigo de Jehová gravemente enfermo e ingresado en un hospital londinense, no obtiene el permiso de sus padres para realizarle una transfusión de sangre que con toda probabilidad le salvará la vida.

No es ni mucho menos una novela provocadora a la que nos tenía acostumbrado el Mcewan de hace años. Poco a pocose ha ido relajando y centrándose en temas más mundanos alejado de escándalos, pero no por ello menos interesante, pues siempre nos hace pensar en la dualidad efímera del bien y el mal.
Su beso era el beso de Judas, su beso traicionó mi nombre.
La balada de Adam Henry