"Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo"
("El olvido que seremos", un poema de José Luis Borges)
Sólo veinte años después de que otro Héctor Abad, el padre del escritor, fuera tiroteado y asesinado en una calle de Medellín por sicarios paramilitares, ha podido el colombiano Héctor Abad Faciolince (Antioquía, Colombia, 1958) encontrar la voz y el tono requeridos para afrontar este reto personal que supone "El olvido que seremos". El libro es en buena medida un homenaje que Abad le hace al héroe de su vida, el padre cercano, de corazón generoso, compasivo y tolerante, al médico humanista, catedrático universitario, consulto en la Organización Mundial de la Salud, obsesionado por la medicina social preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones de la ciudad: cuestiones tan básicas (y al parecer tan subversivas) como potabilizar los acueductos o vacunar a los niños de Colombia, y (en un mismo impulso ciudadano): un sentido de la justicia y una valiente defensa de los derechos humanos que en esos años costaba la vida. También el novelista, el hijo, sufrió persecución, algún atentado, y el exilio en Italia tras pasar por Madrid. Héctor Abad narra de un modo equilibrado, preciso y espontáneo, tocado por ese "don colombiano" de contar y fascinar.
Sorprende su tenaz y exhaustiva memoria, el manejo de miles de datos en el empeño de ajustarse a la verdad. Si en toda novela se expone mucho, cuánto más se arriesga aquí en una narración tan paralela a la propia vida. A diferencia de otras figuras paternas literarias en las que el amor del hijo no era correspondido (Kafka, o muy recientemente "Hoy, Júpiter" de Luis Landero), los dos Abad compartieron "amor exagerado" y hasta adoración, pero el autor sabe del carácter trágico de su libro: pues es ya la "carta a una sombra".
La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a perder: una equivocada combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida y, sobre todo, el carácter sentimental de una hagiografía paterna. En un equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el paso a un desagarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta, hermana del narrador, a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo por parte del ser humano en las mayores dificultades que le plantea la vida. Y el relato de cómo se ejecutó el atentado contra su padre, conmocionan al lector tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta "segunda parte" donde la honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial y las lecciones no aprendidas de la vida... Pero la grandeza del libro no reside sólo en componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y diagnóstico del "país más violento del mundo" (pág. 205), escenario impune de miles y miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y tradición, ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos, y toda suerte de extremismos religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido. Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano de 1987, lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre poema de Borges que explica el título de este libro, cuyo comienzo es: "Ya somos el olvido que seremos...".
Una hermosa descripción de la figura del padre que aparece en el libro, dice lo siguiente: "Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto, no como los hijos del estoicismo español, sino como héroes homéricos" (pág. 199). Y con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta que su hijo nos regala: "Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo" (pág. 218).
Otro aspecto que recoge el libro y no me gustaría dejar de destacar, es el amor incondicional de un padre hacia un hijo como forma de ser feliz, "mimar es el mejor sistema educativo":
Sorprende su tenaz y exhaustiva memoria, el manejo de miles de datos en el empeño de ajustarse a la verdad. Si en toda novela se expone mucho, cuánto más se arriesga aquí en una narración tan paralela a la propia vida. A diferencia de otras figuras paternas literarias en las que el amor del hijo no era correspondido (Kafka, o muy recientemente "Hoy, Júpiter" de Luis Landero), los dos Abad compartieron "amor exagerado" y hasta adoración, pero el autor sabe del carácter trágico de su libro: pues es ya la "carta a una sombra".
La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a perder: una equivocada combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida y, sobre todo, el carácter sentimental de una hagiografía paterna. En un equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el paso a un desagarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta, hermana del narrador, a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo por parte del ser humano en las mayores dificultades que le plantea la vida. Y el relato de cómo se ejecutó el atentado contra su padre, conmocionan al lector tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta "segunda parte" donde la honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial y las lecciones no aprendidas de la vida... Pero la grandeza del libro no reside sólo en componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y diagnóstico del "país más violento del mundo" (pág. 205), escenario impune de miles y miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y tradición, ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos, y toda suerte de extremismos religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido. Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano de 1987, lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre poema de Borges que explica el título de este libro, cuyo comienzo es: "Ya somos el olvido que seremos...".
Una hermosa descripción de la figura del padre que aparece en el libro, dice lo siguiente: "Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto, no como los hijos del estoicismo español, sino como héroes homéricos" (pág. 199). Y con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta que su hijo nos regala: "Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo" (pág. 218).
Otro aspecto que recoge el libro y no me gustaría dejar de destacar, es el amor incondicional de un padre hacia un hijo como forma de ser feliz, "mimar es el mejor sistema educativo":
"Mi papá siempre pensó, y yo lo creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo. En un cuaderno de apuntes (que yo recogí después de su muerte bajo el título de "Manual de tolerancia") escribió lo siguiente: "Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad". Es posible que nadie, ni siquiera los padres, puedan hacer completamente feliz a los hijos. Lo que sí es cierto y seguro que los pueden hacer muy infelices. Él nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de nosotros. Si por algo lo puedo criticar es por haberme manifestado y demostrado un amor excesivo, aunque no sé si existe el exceso en el amor... ¿Cuántas personas podrían decir que tuvieron el padre que quisieran tener si volvieran a nacer? Yo lo podría decir.
Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz"
Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz"
En definitiva este "Olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince es uno de esos libros donde uno podría quedarse a vivir...
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