viernes, 6 de diciembre de 2013

DEP Nelson Mandela

Desde opinaRed no queremos dejar pasar la oportunidad de rendir un sentido homenaje al último Gran Hombre que le quedaba a la Humanidad. Y no se nos ha ocurrido mejor forma de hacerlo que reproduciendo estas sabias palabras que Mario Vargas Llosa le dedicó en el diario El País:


Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles.

Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.

En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.

Debió de tomarle mucho tiempo —meses, años— convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca —un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante—, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra.

En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado, habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikáners, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde, consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.

Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el Gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática.

Como la gota persistente que horada la piedra, fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza.

Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un prisionero político, que, hasta el año 1973, en que se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.

Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de la filosofía del apartheid que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948 y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk.

Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca. (Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos —Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro— demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia.

Mandela es el mejor ejemplo que tenemos —uno de los muy escasos en nuestros días— de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron.
 
Descanse en paz, Madiba 
 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

LAS LÁGRIMAS DE SAN LORENZO

Otra estrella fugaz...

"ESTA HERMOSA Y CONMOVEDORA NOVELA ES UNA ELEGÍA A LAS LÁGRIMAS DE LA HUMANIDAD..." 
(J. ERNESTO AYALA-DIP, Babelia)


Por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a creer en eso que algunos llaman "destino", otros "casualidad" y yo habitualmente "cruce de caminos" sin más. Voy a tratar de explicar este "cruce de caminos" que experimento con este libro en particular. El libro es el regalo que pone fin a un verano de esos que no se olvidan con facilidad, como yo digo un verano "de vuelta al pasado feliz", un verano en una de las ciudades que han marcado mi vida, una de esas ciudades especiales en mi nostalgia, Cáceres, dónde siempre que vuelvo la vida me sigue pareciendo diferente allí. Y me lo regaló alguien especial como Antonio Frutos, una de esas personas que sabes que estará toda la vida ahí, de esas que cada día son más difíciles de encontrar y que vale la pena esforzarse para que nunca se vayan, al menos, no del todo. Uno de esos "hermanos" que lo único que no compartes con él son genes. Podríamos decir que este es el primer camino que aparece... 


                                                                                             













...Luego empiezo a leer y para mi más absoluta sorpresa aparece esto: "Sobre la postal nocturna que los tejados del casco viejo de Coimbra forman junto  con el río Mondego (éste con sus orillas iluminadas por las farolas y los neones de los hoteles y los cafés que miran a él), la luna permanece quieta como si estuviera pegada al cielo y a la ciudad. Pero yo sé que eso no es verdad. Sé que esta luna redonda que ahora hechiza los tejados de Coimbra y su río la he visto en miles de sitios, quizá porque, cuando era más joven, miraba al cielo todas las noches y no, como haría después, sólo cuando la soledad o el miedo me atormentaban más de la cuenta. (...)Así que la luna de Coimbra me transporta a otras lunas y otras noches como si de cada una de ellas se desprendiera otra, igual que esas muñecas de juguete que esconden varias en su interior. En cada una de ellas pervive una persona, o una ciudad, o una época, pero también la melancolía de su pérdida; esa melancolía que ahora se mezcla en mi corazón con la de esta vieja ciudad universitaria a la que he venido a parar huyendo del frío del norte y buscando la cercanía de España (...)" y es que Coimbra es otra de esas ciudades que siempre me traerá ese sentimiento de melancolía cuando la recuerdo, esa sensación de felicidad de los nueve meses de mi vida más especiales, era una época universitaria que valoraré mucho más pasado los años, que en aquel momento concreto del 2004... Otro camino, otra ciudad especial, otro sentimiento de melancolía, al que me transporta estas "Lágrimas de San Lorenzo". Sin duda, si hay un libro para cada momento de la vida, éste llegó en el momento preciso.



                                  




Y después de explicar y situar un poco "mis caminos", me encuentro con una historia sobre el paso del tiempo y la memoria. Una historia sobre los paraísos e infiernos perdidos -padres e hijos, amantes y amigos, encuentros y despedidas- (¿podría haber encontrado un libro más adecuado para ese momento de mi vida?) que recorren toda una vida entre la fugacidad del tiempo y los anclajes de la memoria. Julio Llamazares vuelve a usar un lenguaje preciso y poderoso para dibujar una atmósfera poética a través de la cual la voz de narrador evoca y cuenta los pormenores de una existencia vivida con reflexión y emoción a un tiempo. Esta obra de la narrativa española nos narra la historia de como un profesor de universidad que ha rodado por Europa como una bola del desierto sin echar raíces en ningún lugar concreto regresa a la isla de Ibiza, dónde pasó sus mejores años de joven, para asistir junto con su hijo a la lluvia de estrellas de la mágica noche de San Lorenzo. La contemplación del cielo, el olor del campo y del mar y el recuerdo de los amigos perdidos desatan en él la melancolía, pero también la imaginación.




"Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad tratando de recuperarlo"


SOBRE EL AUTOR -->


JULIO LLAMAZARES, nació en Vegamián (León) en 1955. Su obra abarca prácticamente todos los registros literarios, desde la poesía -La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982)- a la literatura de viaje- El río del olvido (1990, Afaguara, 2006), Trás-os-Montes (1999), y Las rosas de piedra (2008), primer volumen de un recorrido sin precedentes por España a través de sus catedrales-, pasando por la novela- Luna de lobos (1985), La lluvia amarilla (1988), Escenas de cine mudo (1994) y el Cielo de Madrid (2005)-, la crónica - El entierro de Genarín (1981)-, el relato corto- En mitad de ninguna parte (1995)- y el guión cinematográfico. Sus artículos periodísticos, que reflejan en todos sus términos las obsesiones propias de un narrador extraordinario, han sido recogidos en los libros En Babia (1991), Nadie escucha (1995) y Entre perro y lobo (2008). Su último libro es el volumen de relatos titulado Tanta pasión para nada (2011).

martes, 3 de diciembre de 2013

¿QUÉ PODEMOS HACER PARA QUE LOS NIÑOS LEAN?

SI LOS NIÑOS LEEN, SU CEREBRO SE DESARROLLARÁ DE OTRA MANERA MÁS "ESTILIZADA"


A los 4 años de edad, los estímulos influyen sobre el desarrollo de la corteza cerebral, pero este efecto es mucho más pequeño a la edad de 8 años. Me refiero a los estímulos que proporciona la lectura (ahora no vamos a discutir sobre la lectura de qué libros, en qué formato, su precio desorbitado, etc.)
La cuestión es que si los niños leen de pequeños, sus cerebros crecerán y se desarrollarán de una forma distinta al cerebro de los niños que no suelen leer. Concretamente, parece que el cerebro se "estiliza".
Es lo que sugiere un estudio llevado a cabo por Martha Farah y sus colegas investigadores de la Universidad de Pennsylvania en la Reunión Anual de la Sociedad de Neurociencia. Para llevar a cabo el experimento, seleccionaron a 64 niños a los que hicieron un seguimiento desde su nacimiento hasta la adolescencia, donde se evaluó su ambiente, se cuantificaron los libros y juguetes educativos, así como los estímulos proporcionados por los padres.
Diez años después, los científicos descubrieron que los niños que habían recibido más estimulación mental a los 4 años presentaban una corteza cerebral más delgada, más estilizada, lo que provoca que el procesamiento de información se más eficiente.


Pero ¿qué pasa exactamente, en tiempo real, en el cerebro de una persona que lee y entiende lo que lee, a diferencia de una persona que simplemente mira las imágenes en una pantalla o escucha palabras de un cuentista?
En 2009, la revista Psychological Science publicó un estudio al respecto, llevado a cabo en el Laboratorio de Cognición Dinámica de la Universidad de Washington, cuya principal investigadora fue Nicole Speer.

"Los lectores simulan mentalmente cada nueva situación que se encuentran en una narración. Los detalles de las acciones y sensaciones registrados en el texto se integran en el conocimiento personal de las experiencias pasadas. Las regiones del cerebro que se activan a menudo son similares a las que se activan cuando la gente realiza, imagina u observa actividades similares en el mundo real"

Si queréis, de todas maneras, profundizar en la cuestión de que no es lo mismo leer un texto lineal en un libro que un texto jalonado de hipertextos en Internet, aquí tenéis un artículo donde profundizo más en la cuestión.


Con todo, inculcar la lectura en niños no es tarea fácil. Y en muchas ocasiones no es tan sencillo como la simple crianza: la genética también juega un papel relevante...

Entonces: ¿Qué podemos hacer para qué los niños lean?

(Artículo de Sergio Parra (@SergioParra_), publicado en su blog "Papel en blanco")