Ella adivinó que estaba a punto de decirle que la aventura ya había empezado y no soportó oírlo. No le hacía falta. Lo veía.
De nuevo el gran narrador inglés hace acto de presencia en la escena literaria mundial con una cálida novela intimista y muy personal. Una vez más Ian Mcewan consigue crear una atmósfera que te atrapa y envuelve con una historia singular. En este caso se trata de una novela seria y cercana al lector, donde parece que el autor te susurra la historia.
El argumento nos cuenta la aparentemente apacible vida de una juez, Fiona Maye, encargada de los casos en los que están implicados menores y esposa de un reputado profesor universitario. De pronto ve como su mundo se tambalea cuando su marido le pide permiso para tener una joven amante alumna suya. En plena crisis matrimonial debe resolver un caso en el que un menor, Adam, testigo de Jehová gravemente enfermo e ingresado en un hospital londinense, no obtiene el permiso de sus padres para realizarle una transfusión de sangre que con toda probabilidad le salvará la vida.
Antes de tomar tan difícil decisión va a entrevistarse con el chico y es entonces cuando el autor despliega todas sus grandes dotes narrativas para reflejar con todo detalle lo que siente la juez, sus dramas personales, su disciplina profesional y el cariño que comienza a sentir por un chico excepcionalmente lúcido y maduro para su edad. Aquí entra en juego el conflicto moral entre seguir las reglas al pie de la letra o proceder según dicta la razón. De esta manera el autor reflexiona sobre el rígido código penal británico y las contradicciones que puede acarrear.
No es ni mucho menos una novela provocadora a la que nos tenía acostumbrado el Mcewan de hace años. Poco a pocose ha ido relajando y centrándose en temas más mundanos alejado de escándalos, pero no por ello menos interesante, pues siempre nos hace pensar en la dualidad efímera del bien y el mal.
Su beso era el beso de Judas, su beso traicionó mi nombre.
La balada de Adam Henry
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